No sé si queréis saber. No sé si quiero enseñar.

No sé si será que estoy equivocado como decían los médicos o si será que salvaré a cientos de miles, como decían mis sueños. Os pido mientras que no me toméis por loco. Si lo estoy, seguro que yo seré el primero en tenerles informados. Tírenme con silla y todo al cubo de basura y celebren como no celebraron nunca. Y yo reiré de purita alegría desde la mierda. Mientras tanto, lean con los ojos bien abiertos igual que los ahogaditos.

martes, 9 de agosto de 2011

UNA TERRIBLE VICTORIA

Hoy me he levantado antes del alba y he podido burlar la vigilancia de Pilar y de Rosario, a las que han puesto custodiando mi lecho en mi tienda de campaña para que no mueva la cabeza de la almohada. Aún así, Rosario había protestado anoche diciendo: “Vamos… quien va a querer matarse escribiendo…”.
Supongo que alguien que quiere contar por qué no quiere seguir viviendo.
Bien, tengo poco tiempo.
Brau estaba coordinando a varias personas para un ataque definitivo dado que nuestras bajas eran muchas y Blanca, por uno u otro motivo, había sobrevivido al dragón pero había perdido el control sobre los nagishi.
Como yo no sabía exactamente lo que pasaba concentré mi vista en el objetivo. Al cabo de unos segundos pude ver que, agarrada al molino de viento, a una buena altura, estaba Ella, como la llamó Tolkien. Una araña mucho más grande que un hombre con la cabeza brillante de ojos y de veneno. Ella dirigía la defensa. Era imposible que un francotirador pudiese concentrarse lo suficiente para alcanzarla pero, aún así, una bala seguramente habría sido inútil.
Me fijé en que los 20 motoristas que se habían reservado custodiando los explosivos no podían avanzar, hostigados por los nagishi, y que un reducido contingente de bankeets  se acercaba a ellos. Sólo un ser como la Araña podía saber lo que nos proponíamos y, sin duda, gracias a los espías que nos habían sido enviados.
Proveniente de la batalla, llegó junto a nosotros un viejo maestro de artes marciales que luego supe que se llamaba Gaetano. Estaba escoltado por Lucas Drill y dos de sus alumnos. Se puso a buscar algo en una de las furgonetas y decidí prestar atención a la batalla.
En el cráter que había dejado Rolando al caer tras su enfrentamiento con el dragón, muy cerca de su enorme cuerpo, estaba Rebeca. Encogida sobre el cuerpo de su amado. Desde el centro de la refriega cuerpo a cuerpo llegaban hasta ella tres bankeets que se movían lentamente, como si estuviesen heridos o quisiesen pasar desapercibidos. Cogí mi carabina de caza y apunté hacia allí, para intentar retrasarlos. A través de la mira telescópica pude ver que el joven Jon llegaba a la carrera junto a su madre. La cogía por debajo de los brazos para intentar alejarla del peligro, pero Rebeca pataleaba intentando quedarse en el cráter. Disparé a uno de los bankeets y acerté en una pierna; éste se quedó parado poco menos de dos segundos. Jon seguía tirando de su madre pero casi no conseguía arrastrarla. Andy y un par de hombres llegaron hasta allí con sus antorchas e intentaron enfrentarlos, pero salieron rodando por el suelo a golpes. Volvía a disparar y de nuevo acerté al mismo bankeet en la misma pierna y creo que se la arranqué, aunque no pude estar seguro. Jon llevaba a su madre a rastras y ésta parecía inconsciente. Luego supe que había sido él quien la había golpeado para poder dominarla. Cosas que habían vivido en los últimos días quizá le hicieron más fácil darle ese golpe. O quizá fue el amor.
Entonces me di cuenta que Gaetano, el maestro, estaba a pocos metros de mí y llevaba un arco. Se había situado totalmente de lado con respecto a su objetivo. No tenía ninguna prisa. La punta de la flecha se elevaba milímetro a milímetro. Luego descendió un poco. Cuando estuvo para más de 10 segundos, uno de sus alumnos encendió la flecha con una antorcha. Ésta ardía tan rápido que debía estar impregnada de combustible. Gaetano no se inmutó más que para soltar la cuerda. La flecha pasó por entre los nagishi describiendo una parábola tan alta y perfecta que parecía una exhibición de fuegos artificiales. Impactó por fin en la Araña y ésta, en silencio, comenzó a deslizarse hacia el suelo envuelta en llamas. 
Todos los monstruos que enfrentábamos, en ese momento, giraron la cabeza durante un segundo.
Oí un grito de guerra. Rodrigo se alzaba sobre su caballo, alzando la espada, la espiga de trigo, y gritaba: "¡A mí!".
Y cabalgó hacia delante. Estaba loco, pero nos volvió locos a todos. Di un beso en la frente a Brau y me lancé hacia delante pateando las ancas de mi caballo. Yo también grité. Los motoristas que quedaban vivos gritaron y pude ver, antes de meterme en la batalla, que una sola motocicleta estaba bordeando la colina acercándose al objetivo con las luces apagadas.
Supe que era Pilar y sentí a la vez miedo, orgullo, y una risa salvaje que me salía a borbotones.
Pilar, la chica invisible, debía ser la que llevaba los explosivos. Recé porque Brau la estuviera protegiendo desde le mundo de las sombras y saqué el revólver metiéndome de lleno en el reducto de bankeets. Recuerdo que mi caballo pateó en sangre.
Recuerdo la pólvora y los gritos.
Algo me golpeó en la cabeza y caí al suelo. Por supuesto, no podía levantarme.
No había dejado de reir y la imposibilidad de levantarme hizo que me riera más alto y más fuerte. No sé cuántos demonios quedaban en pie ni cuantos pájaros seguían matando desde los cielos ni cuántos de nosotros seguían vivos.
Estaba yo solo; y la sangre.
Me apoyé en los codos y pude ver, aunque borroso, a un sólo bankeet, sólido como una montaña, apuntándome con algo parecido a una cimitarra. Creo que le faltaba un brazo. Me apuntaba como quien observa los condimentos antes de cortarlos. Levantó la cimitarra y alguien se puso delante. Andy. No llevaba ningún arma encima, ni siquiera su violín. No temblaba cuando dijo: "a él no".
Entonces la hélice, el diente del diablo, explosionó y todo fue blanco para mí.
Desperté encima de una ranchera y a mi lado estaba Andy, con una venda en el pecho y en el brazo, sonriéndome. También estaba Brau, sentado como en la posición del loto, sereno, mirando el campo.
Estaba amaneciendo y pude ver toda la muerte y la destrucción y los restos del objetivo, y del dragón, y de mis hombres y de sus engendros.
Dije: "han muerto todos, ¿verdad?".
Andy negó con la cabeza, sin dejar de sonreir.
Entonces llegó una pareja a la ranchera; Rebeca y Jon, cogidos de la cintura, tristes, sucios, ensangrentados y unidos como el calor y la llama.
Rebeca dijo: "No han muerto todos, corazón. Sólo Rolando".




Dicen que he estado a punto de morir, que he perdido líquido cerebral y que tengo algunas costillas rotas; un traumatismo craneoencefálico, y que es imposible que pueda incorporarme y escribir.
¿Imposible? Puede ser.
Pero sé, y juro aquí y ahora, que lo imposible no será más que una valoración de daños en mi mente. Que, a partir de ahora, haré lo imposible por ser al menos la mitad de hombre que fue Rolando mientras vivió y en el modo en que murió por nosotros.
Hemos vencido y sé que él sonríe en un cielo que debe ser como un infierno de poder y llamas azules.
Lo siento mucho, Rolando. Somos los únicos que hemos vencido.
Los otros objetivos siguen en pie y el Rey está entrando en nuestro mundo.

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